Siempre es un buen plan el de adentrarnos en los museos y recorrer sus salas expositivas que nos evocan sentimientos y emociones profundas. Pero cuando las obras expuestas nos aproximan a la historia y trayectoria de una mujer, nuestra experiencia trasciende lo emocional para penetrar en el turbio asunto de la injusta invisibilidad de las mujeres en las artes plásticas.
En estos días el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid nos presenta la obra de Isabel Quintanilla, una de las mujeres pertenecientes al grupo denominado Realistas de Madrid.
Este grupo no fue muy numeroso, apenas los formaban siete miembros entre mujeres y hombres dedicados a la pintura y la escultura que se habían conocido durante su formación en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la ciudad de Madrid.
Estaba formado por amigos y amigas que pretendían transmitir a través de sus obras sus realidades con sus inquietudes. No les interesaba en exceso el paisaje como expresión de la realidad si no las calles y plazas de las ciudades en las que vivían con sus propias inquietudes reflejadas en las mismas.
Quizá la falta de un manifiesto teórico que recogiese sus expectativas y objetivos hizo que este grupo de artistas no haya sido identificado como tal hasta época reciente.
Su origen lo encontramos en a década de los 50 y 60, en una ciudad de Madrid que recién acabada la posguerra, se había convertido en el centro neurálgico de hombres y mujeres con gran apetencia cultural que querían dar rienda suelta a su creatividad aún conscientes de la vigilancia constante de la dictadura franquista.
Estos siete amigos se reunían de forma espontánea, sin planificar, para hablar de sus inquietudes artísticas y de cómo manifestar sus ensoñaciones, miedos y deseos a través de sus obras. La relación de amistad de estos siete amigos dio lugar a estrechas relaciones sentimentales que concluyeron con el matrimonio entre ellos. Así, Antonio López se casó con la también pintora María Moreno, el escultor Julio López Hernández se casó con Esperanza Parada, la pintora Amalia Avia se casó con Lucio Muñoz, pintor abstracto; y por último el matrimonio formado por el escultor Francisco López Hernández y la pintora Isabel Quintanilla.
Es a esta última a la que le Museo Thyssem dedica una exposición monográfica y que podemos disfrutar hasta el próximo mes de junio.
Isabel Quintanilla oriunda de Madrid creció en una familia monoparental ya que quedó huérfana de padre desde los 5 años.
Su madre, doña María Ascensión Martínez sacó a la familia numerosa trabajando como costurera.
La joven Isabel mostró interés por la pintura desde muy pequeña y se formó para superar las pruebas de acceso para la escuela de Bellas Artes.
Una vez que accede a la escuela comparte aula con María Moreno con la que entablará una amistad de por vida y con la que compartirá reflexiones artísticas y junto con la que formará un grupo de amistad que dará lugar a lo que se ha denominado en el mundo del arte: Realistas de Madrid.
Una vez concluidos sus estudios y ejerciendo como docente de dibujo y pintura, decide abandonar temporalmente la docencia para casarse con el escultor realista Francisco López y marchar a Roma donde él es requerido profesionalmente. Allí Isabel ampliará su formación artística y disfrutan de la amplia oferta cultura de la capital italiana, y que, además, abrió puertas a Isabel para exponer su obra en diferentes salas.
De vuelta a España y siendo madre de un niño, Isabel retoma su labor como docente ya que las artes plásticas siendo mujer y con un panorama político tan rígido en España, se le antojaba tremendamente difícil. Si bien es cierto que ella jamás abandonó su faceta artística, sí la dejó en un segundo plano (solo temporalmente) para asegurarse así un salario que complementase la economía familiar.
Pero ¿qué peculiaridad tenía la obra de Quintanilla? Isabel quiso reflejar en su obra la realidad, su realidad. En su obra existe una constante búsqueda de los juegos de luces. Son bodegones sencillos que muestran objetos importantes para ella: Unos zapatos, unas flores, una cama, los vasos duralex, cuyo cristal sirve a la artista para realizar experimentos lumínicos…
Son obras serenas, en la que no existen figuras humanas. Ella defiende que su pintura debe ser interpretada por los ojos que la miran y que, si en ellas aparece alguna persona, ésta ya condiciona nuestro pensamiento, nuestra interpretación…perdiendo así sentido la obra. Pero paradójicamente, las naturalezas muertas de Isabel Quintanilla con la ausencia de figuras humanas nos hablan constantemente de éstas. Su obra refleja instantáneas cargadas de ausencias, de silencios, de personas que estuvieron y ya no están.
De flores que se marchitan, de camas vacías, de mesas cuyos utensilios esperan ser recogidos o utilizados.
Habla de la soledad, de silencios, de misterio, de nuevos comienzos con luces que iluminan una cesta de hilos, una máquina de coser, una mesa bajo la ventana…un sosiego que casi permite a los espectadores escuchar los pájaros que pian en los barrios de Madrid una primavera cualquiera.
Isabel tuvo la suerte de ver reconocida su obra en vida. Expuso junto a otros compañeros y compañeras del grupo y también lo hizo de forma individual tanto en España como en otros países: Alemania, Italia, Suiza…fueron algunos de los países en los que se exhibió su trabajo.
Nos dejó en 2017 con casi 80 años y tras haber pincelado una vida cargada de luz y silencios.
Hoy y hasta el próximo 2 de junio podemos disfrutar de su obra y por ende de su esencia en el Museo Thyssen-Bornemisza.
No existe mejor manera para conmemorar el 8M que dar visibilidad a estas mujeres artistas y reconocer su talento y obra.
Ana Moruno Rodríguez
Historiadora del Arte