El paisaje vegetal que jalonaba la vertiente sur de la isla de Tenerife en los albores del siglo XVI no era mismo que en la actualidad, aunque la escasez de agua y aridez de sus terrenos sí que era similar. A pesar de ello, existían pequeños "oasis" que rompían con esta realidad. Uno de ellos, era el que conformaba el núcleo originario del pueblo de Adeje, cercano al cual se encontraba un torrente de aguas casi continuas que iban desde los nacientes de la cumbre hasta el mar, el conocido en la época como "Río de Adexe".
La cantidad de agua que transcurría por él, contribuyó a la llegada de los primeros pobladores europeos, convirtiéndose la comarca en un valor muy apreciado dentro de los repartimientos de tierra que se llevaron a cabo tras la conquista. Las piletas en los riscos, las pocetas en el barranco o las pequeñas albercas que tenían los aborígenes para cubrir sus necesidades, pronto vieron añadidas nuevas estructuras hidráulicas que formaron un sistema más complejo.
Comenzaron a construirse acequias, tajeas, estanques y molinos, que distribuían y depositaban el líquido elemento a la manera y forma que los dueños de la heredad establecieron. Estos canales se hicieron en forma de excavaciones reforzadas con muros de piedra o con obra de fábrica en mampostería ordinaria, además de con madera de tea, transportando el agua del interior del barranco hasta las cercanías de la Casa Fuerte y el ingenio, además de a los cultivos situados a su alrededor. El mantenimiento y cuidado de todas estas estructuras era absolutamente primordial, como queda recogido en este fragmento:
"Esta (el agua) mantiene la Hacienda y Casa de Adeje, y así en la primera cosa que se debe mirar, haciendo se aproveche y que no se desperdicie ninguna por descuido..."
Dicha agua, a la vez que abastecía las necesidades de la población, se encauzó principalmente hacia el ingenio de azúcar situado en los aledaños de la Hacienda, cultivo que requería gran cantidad de ésta, por lo que se le daba prioridad en su distribución. Luego, servía de riego a los sembrados de cereales, hortalizas y frutales, de donde se obtenían los alimentos que constituyeron la dieta de aborígenes y pobladores de nuevo cuño en la zona.
"El agua ande todo el año en las cañas, sin salir de ella, si solo los domingos se riega la viña y este día está dedicado para ella hasta vísperas, y después de estas horas se riegan las huertas que están arrendadas al redor de la casa"
Personal de la Casa Fuerte; mayordomo, regadores, cañavereros, se ocupaban del mantenimiento y vigilancia de todo este entramado acuífero, en el que se repartía de forma concienzuda cada litro. Se establecían turnos llamados dulas, para poder satisfacer las necesidades de riego y consumo de los diferentes arrendatarios, medianeros y demás vecinos, se limpiaban los depósitos y todos los conductos anteriormente mencionados; todo ello para evitar la posible pérdida de este "tesoro" natural que conformó la idiosincrasia del pueblo de Adeje a lo largo de toda su historia y del que han quedado figuras patrimoniales tales como el Molino de Arriba, el Molino Viejo, la Fuente de los Tres Chorros, o el maravilloso paisaje natural del Barranco del Infierno, con su sempiterna cascada que simboliza sólo una pequeña parte de lo que fue en esos tiempos. En palabras de Sabino Berthelot, cónsul francés en la isla durante parte del siglo XIX, Adeje era:
"como un oasis en medio de un desierto de piedra...aguas abundantes, campos fértiles..."