Como en tantos otros ejemplos canarios, a San Sebastián se le rindió culto en la vieja ermita adejera del mar a través de su representación en un lienzo al óleo, según se hace constar en la visita cursada por el juez visitador del Obispado de Tenerife en 1835, quien ordenó que el cuadro fuese trasladado a parroquia de Adeje hasta que la ermita fuese restaurada por el «Exmo. Sr. Marqués de Bélgida y Mondéjar como Patrono de la expresada hermita»[1].
En el cuadro, San Sebastián, jefe de la primera cohorte de la guardia pretoriana, aparece representado en el momento del suplicio —en Roma—, atado y atravesado por flechas. Se encuentra desnudo —lo cubre sólo un paño de pudor, como en las figuraciones de la Crucifixión—, con pies y manos atados al tronco de un árbol desprovisto de ramas verdes, una composición que remite inevitablemente a la imagen de Cristo en el momento de la Pasión, en concreto, al tema iconográfico de Cristo atado a la columna o La flagelación, al que parece adherirse; el martirio de San Sebastián conecta así con el suplicio de Jesús y sus heridas, con las llagas de Cristo.
El atributo constante de San Sebastián son las flechas, pero a diferencia de otros santos, casi nunca porta los instrumentos de su martirio en la mano, al menos cuando se le representa desnudo —como en este caso—; su cuerpo sirve aquí de blanco a las saetas y a pesar de que éstas ya lo han atravesado, el soldado inclina ligeramente la cabeza hacia la derecha, implorando el favor divino.
Al fondo se ve el cielo, resuelto con nubes en claroscuros y, bajo éstas, en la lejanía, se distingue un paisaje dividido en dos escenas. A la izquierda, con profundidad en la perspectiva, colinas —acaso las siete de Roma— y un puerto o cala donde navega un barco de vela y arriba un bote, que conduce a los pasajeros del agua a tierra firme, probablemente, una representación del río Tíber, al que Roma se ligó desde su nacimiento. A la derecha, hacia el primer plano, un palacio o ciudadela, con edificaciones de cubiertas rojas, árboles y lo que parece una escena de transacción comercial entre dos hombres que mercadean con esclavos y animales, entre los que se distingue un camello de una sola joroba o dromedario.
El motivo paisajístico de la representación, con el río, el caladero, el santo mártir y la ciudad no parecen casuales en un cuadro encargado para la ermita marítima de Adeje, en la que desde antiguo están presentes los mismos elementos: la bahía, la cala y el camino de La Enramada, que comunicaba el puerto con el área interior del señorío de los Ponte, el santo, protector contra las epidemias —en nuestro caso, propiciadas por el contacto comercial a través del mar—, y la ciudadela, la Villa de Adeje.
[1] Díaz Frías, Nelson, La historia de Adeje, [La Laguna]: Centro de la Cultura Popular Canaria; Adeje (Tenerife): Ayuntamiento de Adeje, 1999, p. 219.