PREGÓN FIESTAS LUSTRALES DE ADEJE 2015
Covadonga García Fierro
Excelentísimo alcalde, ilustre equipo corporativo, distinguidas autoridades, queridos vecinos:
Es para mí un alto honor dirigir la palabra a este auditorio, en un acto tan solemne. Quiero, por tanto, expresar el más vivo agradecimiento a nuestro alcalde, don José Miguel Rodríguez Fraga, y a su equipo de concejales –especialmente a don Adolfo Alonso Ferrera–, por asignarme la tarea de ofrecer este pregón de las Fiestas Lustrales 2015 en honor a la Virgen de la Encarnación.
Quisiera comenzar esta intervención realizando una reflexión previa sobre nuestra esencia como personas, para subrayar la importancia de eventos como este, en el que el pueblo de Adeje, todos nosotros, ejercemos nuestro derecho a la memoria colectiva y, también, nuestro deber con respecto a ella, a su conocimiento y transmisión.
Todos los seres humanos somos seres históricos. Históricos en lo individual, porque cada uno de nosotros lleva consigo su propia vida, su propia historia; pero también, históricos en lo colectivo. Nuestro pueblo atesora una memoria particular, recuerdos que nosotros heredamos gracias al testimonio oral y, también, gracias a la escritura, mecanismo, sin duda, mucho más reciente que la palabra oral.
Estarán de acuerdo conmigo en que un pueblo sin memoria está condenado al olvido, entendido como la falta de todo, puesto que sin ella no sería posible registrar ni conservar conocimientos, y tampoco transmitir formas de cultura de generación en generación. Sin la memoria colectiva que compartimos, no sabríamos nada de nosotros mismos como realidad humana, social y política. Por tanto, la memoria colectiva es tan decisiva para la vida social como lo es la memoria individual para cada uno de nosotros.
Y cuando hablamos de memoria colectiva es necesario, también, hablar sobre el patrimonio cultural. Pero, ¿qué es el patrimonio cultural de un pueblo? Muy sencillo: es todo lo que un pueblo ha creado a lo largo del tiempo y nos identifica en relación con los demás pueblos. El patrimonio es, por tanto, un proceso dinámico, creativo y en constante construcción y transformación, a través del cual una sociedad protege, enriquece y proyecta su cultura. En este sentido, es importante destacar que parte de nuestro patrimonio es material; sin embargo, también atesoramos un patrimonio cultural inmaterial, intangible y, por tanto, de un valor incalculable; inimaginable, incluso.
El patrimonio inmaterial más importante que tenemos es la lengua; el idioma que nos sirve como vehículo para conservar y transmitir pensamientos, emociones, recuerdos y conocimientos de todo tipo. Porque no solo se transmite el conocimiento literario a través de una lengua, o las emociones y pensamientos de un individuo en la vida cotidiana: la lengua es necesaria para transmitir absolutamente todo: por ejemplo, el lenguaje de las matemáticas sería incomprensible sin un idioma en el que comunicarlas; la tecnología no podría avanzar sin una lengua en la que escribir los nuevos avances, y fijarlos para la posteridad; las sociedades no podrían comprender su propio patrimonio cultural sin compartir, antes que cualquier otra cosa, un código verbal, una lengua.
A partir de aquí, de nuestro idioma, podemos abordar el resto de manifestaciones del patrimonio inmaterial de un pueblo: las expresiones de arte efímero, la danza, la música en vivo, el teatro, así como las ceremonias y ritos donde la oralidad desempeña un papel fundamental, pues relaciona y transmite esas tradiciones a través de cantos, poemas, cuentos, leyendas y narraciones.
Como podemos observar, la oralidad, la memoria colectiva y la conservación del patrimonio cultural de un pueblo son temas verdaderamente importantes, que deben centrar las investigaciones y proyectos futuros de los estudiosos, cada uno de nosotros en nuestra materia: historia, filosofía, antropología, sociología o filología, como es mi caso personal. El objetivo de todos nosotros debe ser que el patrimonio de los pueblos no desaparezca; sino que la palabra oral se convierta en escritura, en registro, en conocimiento adquirido que ofrezca respuestas y, por qué no, también interrogantes nuevos.
Este es el motivo por el cual el evento que hoy nos ocupa cobra un significado especial. Estamos aquí para celebrar las festividades en honor a la Virgen de la Encarnación, después de 321 años de promesa, 321 años de historia, de oralidad, de conservación y transmisión de una forma de cultura que nos identifica como pueblo. Sin duda, un gran triunfo para la conservación de nuestro patrimonio, y una muestra extraordinaria de nuestro amor por la memoria de Adeje.
Este es uno de los pueblos que mejor y más intensamente nos permiten acercarnos a la fe, pero también, a las liturgias y costumbres arraigadas que definen históricamente lo que fuimos, y traslucen el camino que hemos venido recorriendo para convertirnos en lo que hoy somos.
Las festividades en honor a la Virgen de la Encarnación forman parte del calendario festivo-religioso, de gran acogida y participación ciudadana, con el que Adeje revisita su pasado, su historia y su fe, en un contexto de respeto por parte de las comunidades adejeras no católicas. Este es, sin duda, un punto en el que quiero incidir, pues verdaderamente me admira la capacidad de respeto y convivencia del pueblo que hemos construido entre todos.
Adeje es sinónimo de una convivencia entre pueblos que se respetan y se reconocen. Una convivencia intercultural, donde varias religiones y cosmovisiones comparten pacíficamente el espacio en el que viven. Adeje es, en definitiva, una comunidad de comunidades. Una comunidad diversa que valora, protege y proyecta su patrimonio cultural, nutriéndose de otras formas de cultura que también hace suyas.
El sur de Tenerife es uno de los epicentros de la fe mariana, por haberse encontrado en esta zona a la Virgen de la Candelaria, la Virgen de Tajo en Abona y la Virgen de la Encarnación. Esta última, hallada en Adeje, es, para la comunidad católica, una imagen milagrosa, venerada desde el siglo XVI; e impulsa uno de los cultos marianos más antiguos, ya que se remonta a los orígenes de Adeje como colectividad humana y política (Díaz Frías, Nelson, 1999: 233).
El primer lugar donde apareció la Virgen de la Encarnación fue junto a la costa, en una oquedad de la roca conocida como “el Humilladero”, donde hoy se alza una sencilla cruz de madera que recuerda el origen primigenio de la aparición. Transcurrían los primeros años de la colonización castellana –según recoge la obra de Fray Alonso de Espinosa– cuando los adejeros hicieron suya la nueva talla y, tras rendirle culto los primeros años en la ermita de San Sebastián, la trasladaron a la ermita de Santa Úrsula para resguardarla y rendirle devoción.
Pero las fiestas que se celebran en honor a la Virgen de la Encarnación –y en el de Santa Úrsula Mártir, patrona de la Villa– tienen su origen, más concretamente, en el año 1694, cuando los adejeros prometieron rendirle culto por haber salvado sus tierras de una plaga de langostas africanas o cigarrones.
En estos últimos años del siglo XVII, se conoce que existían seis cofradías en Adeje, constituidas bajo la advocación del Santísimo Sacramento, del Rosario, de las Ánimas, del Ángel San Gabriel, de la Misericordia y de la Encarnación. Por otro lado, según escribió el Obispo Dávila y Cárdenas en 1735, en Adeje había “141 vecinos, en Tijoco 30, en Taucho 20, en Ifonche 4, y el resto en el pueblo” (Rodríguez Fraga, J. M., 1994: 12). En este sentido, la presencia de seis cofradías, atendiendo al número total de habitantes, revela el profundo arraigo religioso. Las cofradías son un ejemplo muy notorio de organización y dedicación a la fe católica, que tuvieron en Adeje un hondo calado vecinal. De hecho, la cofradía que más ha perdurado, la Hermandad del Santísimo Sacramento, tres veces centenaria, en la época contaba nada menos que con sesenta hermanos (Rodríguez Fraga, J. M., 1994: 15). La fe constituía, efectivamente, un pilar básico de la vida en comunidad.
Como destaca don José Miguel Rodríguez Fraga al transcribir el Libro de Milagros de Nuestra Señora de la Encarnación de Adeje (1994: 18), obra publicada en 1994, entre enero de 1746 y octubre de 1752, es decir, en un periodo de seis años y nueve meses, se recogieron veintitrés relatos, de los cuales, veinte son declaraciones testificales tomadas de diferentes vecinos, del sacristán, del capellán de la Casa Fuerte e incluso de la propia marquesa de Adeje en ese tiempo, doña Magdalena Luisa de Llarena y Viñas.
Pero además, de los veintitrés milagros recopilados, diez hacen referencia a curaciones o sanaciones; y otros tres aluden a intervenciones milagrosas en accidentes.
Si leemos este libro de milagros, podemos llegar a la conclusión de que la Virgen de la Encarnación presentaba, para los fieles de mediados del siglo XVIII, las siguientes características: el reconocimiento público de sus milagros, los cambios de color que se producían en su rostro, un extraordinario poder curativo y sanador, y el importante papel como intercesora ante grandes calamidades como sequías, plagas de langostas africanas o cigarrones y posibles incursiones de piratas y corsarios, muy habituales en la época. Un ejemplo de ello lo recoge el cuarto milagro narrado, donde se cuenta la intervención milagrosa de la Virgen de la Encarnación en un ataque pirático en el puerto de Los Cristianos, acaecido en enero de 1746.
Antiguamente, se celebraba la festividad litúrgica de la Encarnación cada 24 de marzo. Los vecinos se trasladaban en rogativa con la imagen de la Virgen, desde la parroquia hasta la ermita de la costa, conocida hoy como ermita de San Sebastián o ermita de La Encarnación (Díaz Frías, Nelson, 1999: 233-234). Sabemos, gracias a los textos que se conservan, que en marzo de 1782, en medio de una sequía que azotaba duramente las tierras, cuando se llevaba a la Virgen hacia el mar para cumplir con la promesa, comenzó a llover. Nuestra Señora de la Encarnación, nuevamente, obraba el milagro.
Esta costumbre de portar a la Virgen hasta la ermita de la costa se perdió ya entrado el siglo XX; pero fue recuperada en 1978, con el objetivo de que la Virgen volviera a la que había sido su primera morada allá por el siglo XVI. Una recuperación que fue posible, nuevamente, gracias a la fe y el empeño de los adejeros depositarios de la fe católica.
En cuanto a la imagen, se trata de una talla de madera para vestir, de 126 centímetros de altura, situada de pie, erguida, y muy simétrica en líneas generales. La imagen expresa el momento de su advocación; es decir, el momento en el que el ángel Gabriel le hace saber que ha sido la elegida para ser madre del salvador de los hombres. De ahí que se trate de una Virgen sin niño, puesto que refleja el momento de su concepción. La cabeza ligeramente alta, asimismo, realza la dignidad de su empresa; y los grandes ojos fijos, muy abiertos, son testimonio de su sorpresa al recibir el mensaje.
Además, la Virgen toma en su mano izquierda un libro, símbolo de la oración y la obediencia a la palabra de Dios; así como de la sabiduría: en este libro podemos leer la inscripción “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según su palabra”. En la mano derecha porta una rosa abierta, que precisamente representa el amor a Dios y su entrega sin límites (Rodríguez Fraga, J. M., 1994: 24-26).
Pero lo que más me emociona de esta imagen es la expresión del rostro, triste y sereno al mismo tiempo. Un rostro en el que nos parece hallar el presentimiento de la pasión y el dolor; pero también, y no con menos fuerza, una dedicación segura y generosa a Dios y a la fe. ¿Quién de nosotros sería capaz de darse así, a pesar del dolor y la pérdida, entregarse a pesar de todo y con el corazón en la mano?
“El principio era el Verbo”. Este versículo, del evangelio según San Juan, lo resume todo: el principio fue el Verbo, la palabra, la promesa. Y esta promesa, heredada generación tras generación, es la que hoy asumimos y prolongamos en el tiempo. Porque la palabra promesa no es solo una palabra; en ella viaja implícita una acción, un compromiso que no se puede romper. En el acto de la promesa permanece parte de nosotros. Al cumplir la promesa, cumplimos nuestra palabra, y cumplir nuestra palabra nos honra.
En este sentido, es justo elogiar la labor realizada por los adejeros, al proteger y salvaguardar esta tradición popular-religiosa.
En 1994, con motivo del 300 aniversario de la promesa del pueblo a la Virgen, nuestro alcalde transcribe y publica el ya citado Libro de Milagros de Nuestra Señora de la Encarnación, escrito entre 1745 y 1752, y conservado en el Archivo Parroquial en un legajo de la época.
Además, también en 1994, se lleva a cabo la coronación canónica de la Virgen, en la Parroquia de Santa Úrsula, como reconocimiento de la devoción que la imagen ha despertado entre los vecinos de Adeje a lo largo de los siglos. La misa, tal y como había solicitado el obispo de la diócesis nivariense, don Felipe Hernández García, se desarrolló de acuerdo con el ritual de coronación de la Santa Sede. Posteriormente, la Virgen fue llevada en procesión, y nuestro alcalde le impuso los atributos de Alcaldesa Honoraria Perpetua.
Pero esta labor, capitaneada por don José Miguel Rodríguez Fraga –hombre, como sabemos, formado en la Filosofía, madre de todo conocimiento y sensibilidad, y curtido en una sólida trayectoria política–, no habría sido posible sin la fe de las personas, o sin los relatos que nuestros abuelos contaron a nuestros padres, y nuestros padres a nosotros. Todos estos factores –la gestión política, la investigación patrimonial, la fe popular y el testimonio oral– convergen para nutrir y afianzar el empeño de nuestra promesa, que lleva ya cumpliéndose 321 años de forma constante, lo cual da prueba de la capacidad de cohesión de los adejeros y de nuestra fuerza de voluntad.
Aunque es necesario matizar, nuevamente, que las festividades en honor a la Virgen de la Encarnación son mucho más que un evento religioso. Constituyen la oportunidad de cultivar y compartir nuestra memoria colectiva. Y este, el derecho a la memoria, es un valor que debemos ensalzar, sin olvidar que Adeje –y con estas líneas vuelvo al principio– es una comunidad de comunidades, caracterizada por el respeto y la capacidad de convivencia que siempre nos ha definido, y a la que, humildemente, aspiramos una vez más.
Una prueba de ello la encontramos en un Manifiesto, firmado por los alcaldes y representantes municipales e insulares de los pueblos de Unterhaching (Alemania), Bischofshofen (Austria), Paterna (Valencia), San Benito (Sevilla), Riveira (Galicia), La Gomera, Tías (Lanzarote), Llanes (Asturias), Luján (Buenos Aires) y Adeje. Sí, un Manifiesto a favor de la paz, la tolerancia, los derechos humanos y la unión entre los pueblos, firmado en octubre del año 2000, en el marco de las festividades en honor a la Virgen de la Encarnación de aquel año. Porque, como decía, este es mucho más que un evento religioso. En el contexto de estas fiestas tienen lugar, también, eventos cívicos que pretenden fortalecer la paz, defender la cultura, establecer lazos de solidaridad, favorecer el intercambio cultural y compartir la memoria colectiva que hemos venido heredando. En este caso, a través del hermanamiento entre pueblos que compartimos valores e ideales comunes.
Llegados a este punto del discurso, quisiera tomarme una licencia personal: aprovechar este momento, también, para recordar a Santa Teresa de Jesús. Este año celebramos el Quinto Centenario de su nacimiento. Mística y escritora, mujer ejemplar, musa de pintores y escultores de todas las épocas, Doctora de la Iglesia y Patrona de los escritores, la conservación de su obra permite que leamos hoy uno de sus poemas inmortales:
Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor,
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puso en mí este letrero:
«Que muero porque no muero».
Esta divina unión,
y el amor con que yo vivo,
hace a mi Dios mi cautivo
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a mi Dios prisionero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel y estos hierros
en que está el alma metida!
Sólo esperar la salida
me causa un dolor tan fiero,
que muero porque no muero.
Acaba ya de dejarme,
vida, no me seas molesta;
porque muriendo, ¿qué resta,
sino vivir y gozarme?
No dejes de consolarme,
muerte, que así te requiero:
que muero porque no muero.
Señoras y señores, no olvidemos jamás que somos, en esencia, memoria y palabra. Y sobre todo, continuemos albergando la emoción que late en nosotros al preguntarnos por los inicios de nuestra comunidad, en una suerte de poético misterio que nos impulsa a investigar, a aprender, a preguntar, a escuchar a nuestros mayores, a explicar lo que sabemos a nuestros niños; a salvaguardar, en definitiva, nuestro derecho a la memoria colectiva, que es también un deber diario para todos.
Muchas gracias y felices fiestas.
Bibliografía citada
DÍAZ FRÍAS, N. (1999). Historia de Adeje. Tenerife: Centro de la Cultura Popular Canaria.
RODRÍGUEZ FRAGA, J. M. (1994). Libro de Milagros de Nuestra Señora de La Encarnación de Adeje. Comisión Adeje 300.