El teatro, es una de las disciplinas más antiguas de la historia, pero no será hasta 1961 cuando la UNESCO promueva la celebración de un día para poner en valor las artes escénicas. El 27 de marzo conmemoramos el Día Mundial del Teatro, disciplina artística y cultural. Una herramienta poderosa para la educación, la expresión emocional y corporal y la reflexión.
En nuestro país, restos de teatros romanos se multiplican por aquellos territorios que estos dominaron al inicio de nuestra era, y son un claro vestigio de la importancia del teatro en el mundo social, cultural y económico de los antiguos pobladores de la Península Ibérica.
Pero, no es una novedad señalar que la labor de las mujeres en el mundo de la interpretación ha estado siempre mermada, subestimada, y condicionada por el constructo social y cultural de las diferentes épocas.
En España, se permite oficialmente que las mujeres se “suban a los escenarios” a finales del siglo XVI. El auge de los Corrales de Comedia, requería de un cuantioso número de personajes en escena que, si bien hasta ese momento eran hombres jóvenes los que se caracterizaban como mujeres, ahora, por fin, podían ser ellas las protagonistas.
No obstante, el asentimiento para que las mujeres pudiesen ejercer la interpretación estaba reglada bajo estrictas condiciones: Debían estar casadas, acudir acompañadas por sus esposos, padres o tutores (Hijos, hermanos, cuñados, …) y jamás podía realizar el papel de varón. Debía quedar muy claro sobre los escenarios que estas mujeres eran interpretadas por mujeres.
No obstante, que las féminas pudieran dedicarse al mundo de la interpretación no modificó la supremacía masculina en esta disciplina cultural (como en el resto).
Si bien, ellas podían recibir un pago por su trabajo, éste siempre era mucho menos cuantioso que el de los actores, y el pago se le entregaba al responsable legal de la actriz, jamás a ella.
En siglo XVIII la llegada del Neoclasicismo trajo consigo el renacer de las obras clásicas y actores y actrices comienzan a ser valorados y respetados socialmente.
Los intérpretes especializados en teatro clásico gozarán, por tanto, de una estima y renombre que los situaba en las altas esferas sociales.
¿Pero existía diferencia entre los actores y actrices de teatro clásico? Obviamente sí, y a partir del siglo XIX el trabajo de la mujer como actriz comenzó a derivar hacia desempeños moralmente reprobables.
Bajo la lasciva mirada del público masculino, las intérpretes eran consideradas mujeres de reputación cuestionable que utilizando como excusa el teatro, hacían exhibiciones públicas poco éticas. Por ello, el desempeño teatral de las mujeres no era visto como una profesión respetable.
Las oportunidades para las mujeres en el mundo del espectáculo en las décadas siguientes continuaron siendo limitadas: Solo se les permitía desempeñar como actrices poco valoradas, bailarinas o cantantes.
Mientras la posibilidad de formarse en el campo de la interpretación era impensable para las féminas de comienzos del siglo XX, para los hombres se crearon academias y escuelas profesionales que les garantizaban un prometedor futuro en el mundo actoral.
Aunque el papel de la mujer en el teatro español no es valorado hasta bien entrado hasta el siglo XX, es de justicia señalar que a lo largo de la historia hubo mujeres que, si bien fueron excepciones, desempeñaron el trabajo de la interpretación con gran virtuosismo y reconocimiento.
Hoy, ponemos en valor a María Guerrero, una actriz excelente que además de desafiar los prejuicios de su tiempo desde los escenarios, rompió con los estereotipos sociales y tomó las riendas de la gestión teatral, contribuyendo a la renovación del teatro español.
Nacida en una familia acomodada del Madrid decimonónico, lo que le facilitó el acceso a los círculos intelectuales y culturales de la catedral.
Las fuentes, hablan de ella como una niña consentida, quejica y llorona, al que su padre repetía que con tanto lamento parecía una “mala actriz dramática.”
No sabemos si la repetida frase de su padre fue la que inspiró a nuestra protagonista a formarse en el mundo de la interpretación. Y lo hizo bajo la instrucción y tutela de la actriz romántica Teodora Lamadrid.
Con tan solo dieciocho años debuta en las tablas del Teatro Princesa, donde la alta sociedad iba a hacer exhibición de su posición social y a vanagloriarse de su fortuna y opulencia.
María, en el momento culmen de su interpretación y bajo la estupefacta mirada del público asistente, se quedó en blanco. La joven no encontró otra salida que romper en llanto.
Contra todo pronóstico, María se armó de valor, secó sus lágrimas y, haciendo caso omiso a las risas de los espectadores, afrontó el momento álgido de la obra: Comenzó a cantar el cuplé en francés.
Este percance bochornoso que hubiese acharado a cualquier intérprete, hizo que el público asistente rompiese en aplausos y ovaciones hacia María Guerrero por su temple y aplomo sobre el escenario.
Este fue el inicio de una carrera excepcional y meteórica de María, que trabajó como actriz para los principales dramaturgos españoles, y lo hizo en las principales compañías teatrales de la época.
Pero a la intrépida y valiente María no le bastaba con la interpretación y con 27 años, tras casarse con el también actor Fernando Díez de Mendoza, decide embarcarse en el mundo empresarial al asumir la gestión del Teatro Español (Antiguo Teatro del Príncipe).
La modernización del teatro en España de la mano de María Guerrero la vemos en la búsqueda por acercar las artes escénicas a todo tipo de público: Creó los lunes clásicos, los miércoles de moda (con estrenos del momento), las sesiones de vermut (funciones matinales más económicas) y los sábados blancos, concebidos para atraer a las jóvenes, al crear un bono de diez funciones.
Las funciones del Teatro Español, bajo la gestión de María, experimenta por primera vez el apagado total de la sala. Nunca antes las funciones se habían disfrutado a oscuras.
El matrimonio formado por María y Fernando creó, además, una compañía teatral que sumó numerosos éxitos y que triunfó no solo en España sino en América.
Lamentablemente, años más tarde, algunas ambiciosas producciones llevaron al matrimonio a la debacle económica, teniendo que vender algunos inmuebles.
En 1928, María sufrió un desmayo mientras ensayaba. Su desvanecimiento no fue atendido por los allí presentes, por considerarlo un numerito más de esta “mala actriz dramática”, tal como le solía decir su padre.
María falleció con tan solo cincuenta y un años, y España lamento y lloró su pérdida. Su féretro fue acompañado por un multitudinario cortejo fúnebre hasta el Cementerio de la Almudena.
María Guerrero dejó una huella imborrable. Su talento brilló y debe ser recordado siempre por ser una figura relevante y pionera en el mundo de las artes escénicas en particular y en el ámbito cultural en general.
En 1931, el Teatro de la Princesa fue rebautizado con el nombre Teatro María Guerrero, actual sede del Centro Dramático Nacional.
Ana Moruno Rodríguez
Historiadora del Arte